Texto: Pablo C. Reyna
Ilustración: Juan C. Di Pane
Hace un porrón de tiempo, antes de que naciese mi tatarabuela, y la tarabuela de mi tatarabuela, nuestro planeta no era como lo conocemos. Estaba habitado por dinosaurios.
Los había de todos los tipos y tamaños: gigantes y pacíficos, pequeñitos y peligrosos; también existían dinosaurios voladores, acuáticos y terrestres; los había de goma y de galleta.
Algunas especies eran fascinantes, como el tozurator rex, conocido por ser un cabezota de campeonato; tampoco nos podemos olvidar del tiquismicus, que jamás se comía a su presa sin lavarla antes; pero sobre todo recordamos al lectorocus, capaz de leer todo lo que caía en sus garras.
Ninguno parecía tan raro como él. Los demás dinosaurios lo observaban con desconfianza: «¿Por qué perder la tarde leyendo, cuando puedes perseguir gallinicus o comer hierba cretácica?». «¿Qué dirán esos dibujitos tan raros que mira y mira sin parar?». «¿No se aburrirá?».
Pero el lectorocus leía y leía en su cueva, y no le importaba nada más.
Leía cuando los otros dinosaurios colonizaron el mundo.
Leía cuando el cielo de rojo se tiñó.
También leía cuando un meteorito cayó cerca de allí, y cuando el cielo se oscureció.
Siguió leyendo hasta convertirse en el último dinosaurio en la Tierra. Página a página, siglo a siglo, sin perder la concentración.
Leyó y vivió otras vidas. Leyó y se transformó en algo nuevo y mejor. Y así, el viejo lectorocus se convirtió en... el dragón lector.